15/11/19

crónica de viaje





Llegué en bus hasta Copacabana, nadé a la Isla del Sol y subí cuatrocientas gradas rodeada por niñas indígenas que reían para los turistas vendiendo collares de la cruz andina, más bus hasta La Paz, me recosté en una placita helada a escribir algunos poemas, regresé un año después a ver a un chico guapo de Menorca para tomar fernet en el Mercado de las Brujas, perdió su pasaporte y sólo pudo llegar hasta Puno; devoré los libros de García Linera y me chumé en el hermoso Museo del Mar, tomé cerveza de coca, comí lomo de alpaca y caminé por las ruinas de Tiwanaku, le rasqué la panza al Ekeko que me miraba sarcásticamente, soplé aire blanco en el Salar de Uyuni y miré las estrellas desde el Valle de la Luna, Bolivia no tiene mar, pero el lago Titicaca es una alucinación.

Encontré gente sencilla en cada calle, no sólo en el folclórico centro histórico, sino una población activa esparcida como un manojo de semillas por toda la ciudad y todas las ciudades. Evo logró reivindicar el espíritu indígena desde lo cotidiano y no sólo desde el discurso simbólico. Niños con identidad desde la alegría y el trabajo concreto de sus taitas.

Había mucha gente que repetía que Evo no quiere dejar el Poder, lo habían escuchado de la caja tonta, pero claro, aceptaban que vivían mejor, eso nadie lo discutía, el problema es que la democracia no es votar cada cuatro años con la barriga vacía por cualquier entusiasta de las instituciones y de lamer las botas a los Estados Unidos.  Hoy nuevamente nos arrancan la ilusión de la patria grande que el gran Chávez nos ayudó a imaginar, no sé si la gente buena será más o será menos pero miro las huelgas en mi país, miro las huelgas en Chile, y algo en el pecho se rompe para siempre.

Orquestan un golpe de Estado apoyado por los organismos internacionales, los mismos que nunca asoman la nariz cuando la represión policial dentro de cada país asesina niños, estudiantes, ancianos. Queman la casa del presidente indígena, sale una señora a decir con biblia en mano que no quiere ser parte del Collasuyo, que se autoproclama presidenta de Bolivia y que por favor los militares den saliendo a las calles para preservar el orden. Qué infamia tan grande, cuántas veces tendremos que soportar las humillaciones de los que tienen todo y no pueden sentir la premura de un nuevo tiempo donde las guaguas sean guaguas de todo el mundo y no niños ricos, ni indígenas discriminados.
Octubre y noviembre Latinoamérica respira entre llamas, y yo escribo un poco para calmar la frustración de quererlo todo para todos, como muchos muchísimos.

Borderline



Regresaré de las cenizas en esta madrugada, como un bichito que logra a veces subir al árbol intentando siempre alcanzar la copa. La psicóloga me dice que estoy vacía, que no sé lo que quiero, que no habrá más terapia si es que no dejo de consumir, que no estoy conectada a ningún sentimiento; mi novio de diez días dice que no habrá más noviazgo si es que no dejo de consumir, que la vida es otra cosa. Consumo. Lloro un poco pero no mucho porque tengo fluoxetina. Últimamente he vivido la vida tan superficialmente que me escurro entre mis propias manos, no recuerdo a dónde iba. Me convencí de que era una buena madre, pero ahora no sé si alcanzo al menos a cuidar a este cachorro hermoso que corre libre por ahí, y a veces me miente, y a veces me protege. Dejé de ir al Partido, dejé de leer, soy un zombie alcohólico que la noche cobija, extraño mi Cobija, tal vez el único chico guapo que me amaba y que me tejía largas bufandas. Dejé de escribir, era mi cable a tierra para no permitirme sucumbir tan rápido a la fluidez suicida de este viento caliente. Tensa calma de la mediocridad que no me permite vivir en el momento presente sino en cada instante del siguiente minuto. Pierdo, me caigo y me levanto.