el arte de la banalidad

-o algo sobre el hermoso niño perdido que quise-

Los pocos amigos que me conocen y que con certeza saben ser mis camaradas y hermanos, saben que yo me enamoro casi tres veces al día para poder llevar la higiene espiritual.

Que cuando crecí con girondo él me abrazaba al futuro diciéndome, tal como le dijo su abuela a él:

"La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles. Cuando una tía nos lleva de visita, saludamos a todo el mundo, pero tenemos verguenza de estrecharle la mano al señor gato, y más tarde, al sentir deseos de viajar, tomamos un boleto en una agencia de vapores, en vez de metamorfosear una silla en un transatlántico." (espantapájaros no.14)

Así hace ya muchos años un buen día apareció un niño hermoso y cabreado.

Sus heridas alumbradas bajo la ventana amanecida, con su frente llena de odio y ese odio que alguna vez amé,

Su energía a veces resultaba insoportable, su mirada era casi imposible de seguir, había renunciado concientemente a la solemnidad y la gramática, le gustaba leer pero odiaba a los universitarios y a los intelectuales,

Cerraba la puerta con aldabas para dormir sin demonios al igual que yo, y ese miedo compartido a las enormes pesadillas, los juegos, los estertores, las veredas, los vinos, las manos que ultrajaban, la palabras feroces, el sexo inacabado, mi hermoso y altivo niño violento, cuántas veces la sangre en sus manos, sólo una vez lo ví arrepentido: cuando había acuchillado a un perro; amaba la violencia y en esa fuerza que sorprendía había tejido sus días.

Las cicatrices en todo su cuerpo, su espada llena de navajas y cansancio, a él lo acompañé madrugadas, sus palabras como piedras me hicieron, sus manos en mi cuello me sujetaron, ciertamente nos conmovían cosas comunes,

pero los caminos iban bifurcándose cada vez más, él con su vida obrera concentraba su resentimiento en cuestiones nacionalistas, y yo en algún momento confundida o enamorada (debe resultar lo mismo, debí preguntar a Hanna Arendt sobre Heidegger tal vez) soportaba pacientemente su discurso enardecido.

Así el fascismo empezó a crecer en la ciudad, y mi corazón rojo y a la izquierda recuperando lucidez y fuerza decidió acabar con esa historia de mierda.

Un buen día, los dos frente a frente, con su grupo de amigos fascistoides rompían a martillazos la cabeza de mi camarada y un golpe de su puño que tantas veces sujeté caía silencioso en mi cara,

no lo he vuelto a ver, pero espero que la próxima vez que lo haga sus ojos no puedan abrirse nunca más.