15/9/14

Las cosas que yo ví

- o apuntes sobre eso que decía la Castor, el infierno es el Otro-


"No concibo la revolución bajo la forma viril de la lucha, de la transformación heroica. Para mí, la revolución es aquello que forma parte del dominio de lo posible, únicamente en los micro-actos. Esta forma de microrrevolución es posible. Después, la cuestión última es cómo permanecer vivo en este mundo de guerra total en el que vivimos. Necesitamos una nueva política de la experimentación y no únicamente aquella de la representación". 
Beatriz Preciado



Cuando cumplí trece años conocí a la angustia, al monstruo detrás de la garganta que en círculos apretados contra los huesos llegaba negro a la mitad del estómago; comencé a devorar libros, a grabar cassethes y cassethes con canciones infinitas, comencé a escribir, todo el día, cosas cursis, cosas super cursis, mis primeros escritos.

A los dieciséis la filosofía llegó a mi vida de la mano de mi profesor del colegio, me enamoré del socialismo, leía a Sartre y entre Cioran y Nietzsche, con los dos Ernestos de mi vida, quería cambiar el mundo.

Salía a los conciertos, con la boca y la nariz abierta para tragar ese aire que intuía libertad, me hice veinte agujeros en mi oreja, en mi ceja, en el ombligo, quería rebelarme, tal vez esa era una forma de rebelarse o por lo menos reclamar mi cuerpo para mí.

Me enamoré tres veces al día cada día, y seis veces al día me rompieron el corazón, lloraba sentada en el pasillo de la juventud más apasionada, más agresiva, más transgresora.




He sido una chica afortunada, dentro de lo posible, porque como mujer debes aceptar el hecho de que siempre estás expuesta a un peligro extra, y cuando decides caminar sola noche, o viajar sola, o salir a farrear sola, debes tener dentro de tus facturas, que fácilmente puedes ser víctima de algún abuso.

Pero ésta es la verdad: siempre me he sentado en la última fila del bus, a la hora que sea, y nunca me ha pasado nada, insisto, soy afortunada, he caminado borracha a las tres de la mañana por el centro de la ciudad o por la avenida escasamente alumbrada y nunca me pasó nada, salía del bar sola y caminaba buscando algo más, sola, y nunca me pasó nada, cogía taxi, con un poco de miedo, sola, con palabras sugerentes del chofer, pero a la final, a veces por un pelo nunca me pasó nada, y qué decir de las tantas veces que conocí a un grupo de chicos guapos, me quedaba con ellos y nunca sucedió nada.

Y aquí viene lo extraño (o ahora comienzo a saber que no es tan raro) la violencia pasaba dentro del grupo de los "amigos", el mejor amigo que me vació el pequeño cuarto donde vivía para poder comprar base, y en la fiesta comunista donde cantaban la Internacional, ebria, alguien, algunos, varias veces intentaron tocarme mientras dormía, me tocaron, me jodieron, me incomodaron, me molestaron.

El dirigente más dogmático se terminó casando por el registro civil, pusieron a sus guaguas en escuelas privadas, carísimas, los chistes más machistas los escuché de los hombres más progresistas,


Conocí a un par de chicas punkis, con todo el uniforme anarquista puesto y las frases parte de la indumentaria: "mi cuerpo, mi decisión", "hazlo tu mismo", "poder femenino" y vi como humillaban y se reían de las demás mujeres, con su pensamiento retrógado y podrido, más que cualquier derechoso salido de la Católica, mujeres punkies mantenidas por los papás, que no trabajaban porque el novio no les dejaba, conocí a mujeres que daban conferencias sobre género y se cambiaron al apellido del esposo, con el amor más patriarcal, posesivo y loco bajo su brazo, vi al grupo de feministas maquillarse cinco horas para sentarse a esperar a su príncipe azul.

Vi a la banda de rock cantar sobre paz y la llacta, mientras se reían de los indígenas, vi al vocalista de la banda que cantaba sobre la insurrección de América Latina reírse de su novia, vi al gurú de la ciudad, con turbante, que juro que levitaba y saludaba namasté, burlarse del aspecto de sus amigas, vi al único hombre estudiante de Género no pasar la pensión para su guagua, conocí al novio que hubo de pegarme alguna vez mientras yo en vez de devolverle el golpe, me ponía a llorar.

Yo, que creía en la Internacional, tuve que darme cuenta duramente que el mundo que apareció ante mis ojos en la adolescencia deslumbrante, precioso, punk, con todas las posibilidades ante mí, era al final de cuentas, un mundo podrido, y tal vez, el único consuelo que veo, a veces con los ojos llorosos, y la rabia de la inconformidad son esas pequeñas micro revoluciones, la del transfeminismo, la de criar a mi guagua para que sea un ser libre y menos acomplejado que yo, acercarme a la gente deprimida y poder tomar un vino con ellos, reivindicar de a poquito el amor, que no sea el amor romántico, sino el amor de panas.

Yo, que muchas veces no creo en nada del mundo, que intenté ser espiritual pero no me funcionó, que intenté salir de la depresión haciendo yoga, que lloré desconsolada por amor, que milité creyendo en el prójimo, yo que con terapeuta no podía salir del abismo, tuve esta epifanía: salía corriendo a la playa y apresurada cogí el primer libro que se cruzó en mi camino, fue un libro de mi Castor, y me di cuenta con calma, que todo lo tendría que resolver políticamente, descubrí a Beatriz Preciado, a Judith Butler, a Virginie Despentes, redescubrí a Foucault, y así, entonces, de alguna forma, sabía que no todo valía tanta verga, porque al Poder no se le atacaba por afuera, se despellejaba de uno mismo.


No hay comentarios: